Describir
paisajes y lugares.
Hay un punto
débil en todo autor que éste debe intentar soslayar a toda costa en sus obras, y
ese hándicap no es otro que sobrevalorar lo que describe, darlo todo por bueno.
Entusiasmado de sus líneas, quizá no se percate a tiempo que el lector (sobretodo
el actual) no está como para perder el tiempo en extensas recreaciones.
Hablo, pues,
de ese instante (se espera siempre que sea un trance corto, si no estamos
muertos) en el que se pierde la conexión con el receptor de nuestra literatura
y puede aparecer en él algún gesto inequívoco de hartazgo (respirar hondo,
cambiar la pose en el sofá, estirarse…). Cuando eso ocurre, algo va mal. Una
novela no debe permitir que el lector salga de sus páginas, pues en la mayoría
de los casos habremos sido nosotros mismos los que lo habremos echado a patadas.
Es obvio que
hay momentos en la historia en los que el interés decae porque deben darse párrafos
meramente escénicos o explicativos del entorno o de la trama. Si esto no aporta
nada nuevo que despierte el interés, el autor debe recrearse lo menos posible
en ellos. Hablo de las interminables descripciones de paisajes y lugares, o de
esos desayunos tediosos de ciertos personajes que no hacen sino añadir paja a
lo escrito.
Mi ideal es
que, cuando algo no sea consistente, acortarlo. He visto párrafos y párrafos
cansinos y devoradores de páginas en los que no ocurre nada, y ahí es donde el
autor debe despertar de su magnificencia y elegir entre recrearse en su
historia o producir en ella. De nada sirve agotar la psique de un lector con la
descripción casi fotográfica de un jardín, su enlosado de piedra, sus bancas de
madera, si no añadimos a todo ello algo que tenga un contexto más personalizado
que atrape la atención del lector. Si hablamos de ese jardín, por ejemplo, es
más importante describir qué significa para la historia, sus personajes o la
trama que acaso puntualizar cada detalle para que el lector se haga cuenta del
jardín de nuestros sueños. Todos sabemos ya lo que es un jardín (he visto
párrafos describiendo cuántas por cuántas pulgadas tiene), y solo debemos
hablar de él todo aquello que redondee sensaciones, como que la excesiva
alineación de los colores en el mismo identifica un factor maníaco en su cuidador,
así como su pinta primaveral puede describir no solo un jardín magnífico, sino la
plenitud de vida de la familia que habita la casa… como acaso su lobreguez el
desánimo y la tristeza de esa misma
prole. En este último caso podemos añadir que las hojas secas revolotean como
papel quemado (que nadie barre), y que soplan murmullos de viento gris que se
desgarran con las ramas despobladas de los árboles, que son ahora mismo lo más
que se comenta en casa. Poco más. El resto lo añade el lector. Ya sabemos que
nadie cuida el jardín, como seguramente los personajes de la historia no lo frecuentan
ni lo miman, como tampoco tendrán ánimos para ninguna otra cosa (ni para hablar
entre ellos) y, de un plumazo, hemos añadido a la descripción del jardín de la
casa algunos detalles sobre la personalidad y relación de nuestros personajes,
tan desolados y enfrentados como el jardín y la primavera.
Uf, conseguir
identificar qué sirve y qué no sirve para nuestra novela es complicado. Ante la
duda, acortar siempre, teniendo en cuenta que el autor se enfrenta una y otra
vez al desafío de no tener que rebosar innecesariamente de imágenes la cabeza
ajena (que la mente del lector no está tan vacía como la de un bebé), sino que éste
ya viene llenito de información y lo único que debemos hacer es despertar su
propia visión de los hechos y lugares en el papel. Apenas eso, un calambrazo,
no una electrocución de sus neuronas.
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