viernes, 11 de agosto de 2017

Taller Literario nº24 Gabriel García Márquez (Cien años de soledad)

Hay escritores a los que, al analizarlos, podemos hacernos una idea de adónde va la literatura. Con otros, en cambio, apreciamos de dónde viene.

Gabriel García Márquez pasa del concepto de escritor al de literato. Hay una diferencia en ello. Una diferencia apreciable. “Cualquiera” vende, y es escritor… pero, literato, lo son muy pocos (igual, dentro de poco será más acertado usar en esta frase lo han sido, pues podríamos estar hablando de una especie en vías de extinción).

Meterse a poner peros a Cien años de soledad, por ejemplo y por tratarse de la obra que vamos a tratar en este post, sería un poco como echarse a las llamas. Vamos “a perder”. Te puede gustar más o gustar menos lo que escribió este autor, pero es obvio que la calidad literaria de sus textos es de primer orden. Cuando lo lees, García Márquez siempre te coge con la guardia baja, aun cuando creas que estás perfectamente pertrechado para que no te coja por sorpresa. Hay párrafos suyos que son irrepetibles, que vuelves a leerlos… directamente para aprender a escribir. Siguiendo esta pauta, leí de él partes de su biografía (que no tenían interés alguno para mí) solamente porque este autor trata de uno de estos maestros que puede estar contando obviedades o sucesos que nos importan un bledo pero que, enredado de su magia, te quedas con él porque vale la pena disfrutar, simple y llanamente, con su manera de interpretar la letra.

Ojo, que Cien años de soledad me decepcionó porque esperaba mucho más (ya sabemos, las expectativas por las nubes), y leyéndole se puede ser consciente de las caídas de ritmo o la sensación de ahogo de que el estilo se repite… pero, después de ser sincero con estas palabras, insisto en que se puede (y debe) aprender muchísimo de este autor. Y quizá, en el fondo, no haya escrito grandísimas historias… pero, ¡diablos, cómo las cuenta!

En concreto, y ya vamos a la materia que nos toca, este post sobre la obra que le dio El Premio Nobel a Gabito no trata de una crítica… sino de una contracrítica. Vamos a aprender a escribir, en este caso, cuestionando la severa y seguramente envidiosa crítica de otro autor sobre su libro estrella. Hablamos del despiadado análisis de otro escritor colombiano, Fernando Vallejo. Hablo de un ensayo propuesto para su publicación en 1998 para la revista El Malpensante. Y digo propuesto porque, según parece, nunca llegó a ser publicado.

Vamos allá.

En azul el original
En rojo las apreciaciones de Vallejo.
En negro mis conclusiones.

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Vallejo: UN SIGLO DE SOLEDAD

Nota: la crítica empieza fuerte y con sorna, cambiando el título original de la obra. Ya sabemos que cien años es un siglo.

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García Márquez: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».

Fernando Vallejo: …Pero si no es después de la creación del mundo sino «después de aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo», entonces algo ahí sobra. O te sobra, Gabito, el «remota» pues ya está en «muchos años después», o te sobra el «muchos años después» pues ya está en el «remota».

Nota: La clave de esta frase está, obviamente, en la palabra “remota”. Es una palabra para hacer énfasis. Al añadirla acentuamos la sensación de que, realmente, el tiempo ha pasado más allá de una cuantía meramente numérica, y ya podemos hacernos una idea mucho más acertada de que ese momento parece más distante de lo que pueden contar los años. En mi opinión es una palabra acertada. Parece que fue ayer es otra frase recurrente para relativizar lo que significa el paso de los años, más o menos “cuantiosos” (aun siendo la misma cantidad de años) dependiendo de lo que hayan significado para quien los interpreta. Remota, simplemente, añade “lejanía” a esos años. 

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Fernando Vallejo: …Ibas pensando en Rubén Darío, en su autobiografía, en la que el poeta nicaragüense, muerto en 1916, cuenta que su tío abuelo político, el coronel Félix Ramírez, esposo de su tía abuela doña Bernarda Sarmiento, lo lleva a conocer el hielo: «Por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia». ¡Te plagió, Gabito, te plagió ese cabrón nicaragüense! ¡Y con semejante frase tan fea! Y no sólo te robó el hielo y el grado de coronel, sino hasta la expresión genial tuya de «muchos años después», pues el «pocos años más tarde» de ese sinvergüenza ¿no viene a ser lo mismo, aunque al revés? Y después dicen que los colombianos somos ladrones. ¡Ladrones los nicaragüenses! Cuando te acusen de plagio me llamás a mí, Gabito, yo te defiendo.

Nota: Pongo en conocimiento del lector que Fernando Vallejo acusa a García Márquez de plagio porque, para esta primera frase del libro, el autor comenta que se le ocurrió esta “entrada” cuando viajaba para México en carretera… cuando, según Vallejo, está plagiando a un autor muy anterior. En mi opinión, y no es por defender a toda costa a uno de mis autores favoritos, ni la frase es tan magistral como para que García Márquez la haya distinguido con una anécdota (y mucho menos como para que la prensa se intrigue en ello) ni las coincidencias con la letra del poeta nicaragüense son definitivas. Todos tenemos derecho a plagiarnos los unos a los otros en pequeños matices. El mundo está lleno de coroneles, de “años después” y de hielos de toda clase. Todo cuanto escribimos tiene una similitud considerable con otros escritos porque la letra no sólo es finita, sino que, encima, los seres humanos vivimos las mismas cosas una y otra vez. Incluso a conciencia, “copiar” un poco no adquiere al grado de plagio… cuando, casi con toda seguridad, inspirarse en una frase que te puede estar dando vueltas en la cabeza, y que no sabes a ciencia cierta si es tuya o la has leído en alguna parte, es cosa normal. Por último, Cien años de soledad  hubiera tenido el mismo éxito con o sin esa frase de apertura.

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García Márquez: «Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos».

Vallejo: ¿Huevos prehistóricos? ¡Prehistóricos serán los tuyos, güevón! No hay huevos «prehistóricos». Los huevos son del Triásico y del Jurásico, o sea de hace doscientos millones de años, cuando los pusieron los dinosaurios, y nada tienen que ver con la prehistoria, que es de hace diez mil o veinte mil.

Nota: quizá, este haya sido el comentario de Vallejo que me ha llamado a hacer la contracrítica. Al leerle esto he pensado algo así como (y con o sin perdón) menuda gilipollez. Todo el relativo valor crítico de Vallejo se deshace aquí en una pataleta sin argumento. Usar huevos prehistóricos es más que correcto. La literatura creativa, sobre todo en el versatilísimo español, nos permite jugar con lo que en otras materias es correcto o incorrecto. Esto no es un libro de ciencias. Ya sabemos que La Prehistoria (con mayúscula y en el caso de que Márquez la hubiese referido así) es un período posterior a los huevos de dinosaurio y, de hecho, no existían huevos así en La Prehistoria. Sin embargo, en la literatura que nos toca se hace mención no a un período concreto, sino a la perspectiva imaginaria que todos los lectores de a pie (sin envidias desbocadas) suponemos como de la muy confusa y enmarañada época en que vivieron esos dichosos reptiles gigantes (si es que me van a apuntillar ahora a mí si eran o no reptiles o dinosaurios, que creo que es distinto). No hay lugar a la crítica en este párrafo. Es pasarse de listo. En todo caso, los huevos de dinosaurios son y serán siempre prehistóricos, porque es obvio que es inequívocamente prehistórico todo cuanto existió antes de la historia del hombre.

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García Márquez: «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».
 
Vallejo: ¿no se te hace que se te fue un poquito la mano con eso de que muchas cosas carecían de nombre y que para mencionarlas había que señalarlas con el dedo?

Nota: Vallejo manipula aquí al receptor de su crítica y trata de literalizar otra vez el texto. Cierto que quizá hubiese sido más acertado escribir “…y para referirse a ellas había que señalarlas con el dedo”… pero bueno, ya sabemos que este texto es literatura muy creativa y muy flexible. Y sí, que si señalas con el dedo porque no sabes mencionar una cosa se supone que, aun así, no la puedes mencionar sino sólo señalarla… pero apostaría a que esta parte está escrita adrede y denota mucho la descomplicación colombiana (tan de mi conocimiento y admiración). Tampoco creo que mencionar, aquí, tenga la misma connotación que, literalmente, el verbo mencionar. Quizá faltaría poner la palabra entre comillas, o algo así… pero, apuntillarlo como error literario, ya digo, está fuera de la enorme flexibilidad que puede permitirse este tipo de literatura.

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Y bueno, hasta aquí lo literariamente relevante de este caso. Lo que sigue, del argumento de Vallejo, son juegos fáciles de palabras y alguna crítica al izquierdismo yo diría que revolucionario de los ideales políticos de García-Márquez (que, reitero, no tienen relevancia aquí).
Mi conclusión es que, para trabajar el texto ajeno, hay que tener detrás una solidez argumental. De no ser así se caerá en la misma mediocridad que estamos intentando desmerecer. Hasta ahora, en este blog, he dado mi opinión como lector… usando mis herramientas de escritor, y ya he explicado los motivos de por qué se corrigen/sugieren mejoras a primeros capítulos de grandes obras de calle. He dado mis impresiones como “cliente” y he tratado de compartir lo que creo que es más correcto para la letra. Conozco mis debilidades y jamás debería ser yo quien corrigiese mis textos (me encantaría que de eso se encargasen otros, porque es una lata hacerlo y, además, no tengo aptitudes para hacerlo), pero, desde luego, se me caería la cara de vergüenza si tuviese que hacerme oír (leer) a través de una pataleta de esta magnitud.

Taller literario nº23 Harry Potter y La Piedra Filosofal

Si han leído post anteriores en este blog (y, vista la tendencia, sobre todo si siguen leyendo este espacio y los nuevos talleres literarios que van y vienen en él), estoy seguro de que el lector estará empezando a amasar sobre mi persona la imagen de un cascarrabias. “Este tipo pone verde todo lo escrito”… y eso no está bien.
Pero… claro, en este blog trato de sacar una conjetura racional de las cosas que en él se tratan. De los textos, se entiende. No voy a darle el lado positivo a nada que, desde mi humilde oficio a las letras, no aporte la calidad necesaria. Es decir, para dejarlo zanjado, sin importar el origen y ni qué signifique un texto a través de su repercusión o a tenor de la talla de su creador, éste va a ser imparcialmente analizado (analizamos primeros capítulos de textos “de primera línea”, sin más partidismo que la calidad literaria).

Hoy, para cambiar la tendencia digamos… áspera (hemos analizado a grandes como Pérez-Reverte o Juan Manuel dePrada), vamos a trabajar en el más sorprendente best seller de los últimos tiempos (creo que de todos los tiempos, me atrevería a decir). Una señora británica sin futuro (a su juicio), depresiva, sin aparentes salidas, arrojada casi al suicidio, escribe una novela para niños que muchos editores soslayan… hasta, como ocurre con muchas otras novelas hasta ahora inadvertidas, los cauces de la fortuna (debidamente alimentados de un talento adecuado ya plasmado en el trabajo escrito) logran que la obra en concreto se convierta en un bombazo.

Y, ahora sí, digo cambiar la tendencia porque, como ya es rutinario, quiero analizar el primer capítulo de Harry Potter y La Piedra Filosofal… pero, tras leerlo por encima, no lo hago. No lo voy a hacer. No hay nada que objetar sobre este texto.

El manuscrito empieza con los señores Dursley, los cuales ya los conocemos de otros personajes similares, como la familia superficial que todos hemos leído antes. El papá sólo piensa en los negocios, la mamá en chismorreos, el niño es una lata… En los primeros compases de la lectura ya casi adivinamos lo que viene en el párrafo siguiente… pero da igual. No voy a caer en el vacío de criticar estos aspectos en esta novela porque es un cuento para niños (y adultos), y prefiero quedarme con la parte escrita, la parte formal. Y la voy a usar para callarle la boca a ciertos críticos que he leído, los que han escrito de la saga de Hogwarts que es una papatanada.  

Sí, señores míos, es una papatanada… pero los tiempos en la lectura, el nivel de fluidez, la interpretación que puede hacer el lector del escrito, incluso las tan confusas comas (sí, un problema naturalizado hoy día en muchísimos escritores) están todas en su sitio. El libro, dentro de que no pretende innovaciones literarias, es mucho más correcto que muchos grandes premios editoriales de las grandes firmas. Porque, comprarse el último Planeta y toparse con toda clase de barullos, ambigüedades y hasta erratas, amén de las comas, sí que es, señores míos, una papatanada de las gordas. Quizá, muchos de los que se dedican a esto de las letras deberían leerse el harry potter y aprender un poquito de los requerimientos mínimos (sí, como si hablásemos de una APP de un móvil que quisiésemos instalar en nuestro teléfono) para tener derecho a poner un libro en la calle.

Harry Potter (libro) está genial. Yo sólo había visto las películas (sobre todo las de cuando los protagonistas son niños) y, ahora que he pasado a leer el primero de los capítulos de su saga, veo que todo cuanto llega a mis ojos no sólo me es acertado, sino hasta familiar. A Harry es casi como si lo conociésemos de toda la vida. Es… como una evolución lógica de todo lo que interpretamos como puramente británico. Y yo, la verdad, ni esperaba más, ni espera menos… pero, aquí, lo que importa, es que el texto no puede ser mejorado (te puedes gustar o no esta historia, pero, a nivel escrito, es correcto).

Mi crítica continúa alegando que este libro, como ya sabemos, es inglés. Alguien lo convirtió a nuestro idioma… y lo dejó mejor que muchas obras escritas directamente en español. Y debo citar a esa persona, ahora que no sólo cambiamos la tendencia de criticar/sugerir mejoras para admitir dejar un texto sin tocar, sino que alabamos el trabajo y talento de alguien “en la sombra” que no ha escrito Harry Potter… pero que algo de literatura sabrá para hacer de su traducción algo literariamente correcto. Buscando un poco (esta persona está en los créditos del libro en español) veo que se trata de una mujer, de Alicia Dellepiane Rawson. Y creo que es genial haberle encargado este trabajo a una mujer. De mujer a mujer, y porque imagino que algo de creatividad y sensibilidad femenina hay que tener para conectar con la autora y luego reconvertir una novela de un idioma a otro no con el mismo ingenio, sino con un ingenio que podríamos calificar de equivalente (no sé nada de traducción, pero, viviendo en Inglaterra, ahora sé que pasar texto de un idioma a otro no es algo tan literal como parece).

La traductora, pues, tiene mi enhorabuena.

Luego… ¿qué está pasando? ¿Escribimos peor los propios españoles que los traductores (supongo que españoles también) de los libros ingleses? Tenemos entre manos un idioma magnífico para escribir. La profundidad con la que se pueden transmitir sensaciones, usándolo bien, es enorme. Un escritor de hoy, a mi modo de ver, debería tener mucho más claro el uso de todas las herramientas que le brinda nuestro lenguaje y, como mínimo, hacer un trabajo equiparable a esta papatanada inglesa. Y, sin embargo, este blog no sólo existe… sino que, por lo que veo, tiene mucho trabajo por delante. 

PD: No sé si existe la palabra papatanada, pero para eso está en cursiva. No lo pienso buscar en la RAE. Simplemente me sale en el archivo de mi cabeza y, de ahí, al teclado (es otra de las grandes bazas de la enormidad creativa y evolutiva de nuestra gran lengua).