jueves, 27 de noviembre de 2014

Poema número 1

Nada más acorde en la iniciación de la presentación de mis poesías que poner la primera que escribí, mi primera aventura en este género. De eso hace ya más de diez años... y de vez en cuando recurro a este desoxidante natural que equilibra mi mente y calma mis ansias de tocar un poco de música en el papel.




El Viento

 

Su envidia nos robó el amor que quise darte

Un beso encargué al viento que te llevara,
volando, bajo las estrellas y para tu mejilla,
sincero, arropado...
bajo sus alas.
 
En él puse un poco de mi corazón,
mis recuerdos lo acompañan,
de mi boca nació para el viento...
del viento hasta tu cara.

Lo adorné de mi sonrisa,
de un llanto que todavía nadie ha visto,
le di un poco de furia al entregarlo,
un poco de fuego le haría volar,
le di un sano pensamiento,
y un poco de ternura al verlo marchar.

Por él entregué todo lo que soy,
sólo una frase de la historia más bonita jamás contada,
de mi ser, de mi espíritu, de mi palabra...
un poco de mis rarezas, de mi pensamiento... de mi alma.

Entregué al viento un beso de amor,
confié en él para que te lo llevara...
era parte de mi corazón... era un beso de amor...
era tan bonito que nos lo robó.

martes, 25 de noviembre de 2014

Taller Literario (artículo nº1) Escribir de alguna manera

Escribir de alguna manera



Si el lenguaje es universal y todos somos iguales, ¿por qué no escribimos todos igual?

Y no me refiero a la hora de impresionar en una página en blanco ese hilo a veces casi indetectable que, como si de una huella digital se tratara, arrastra cada autor y se compromete directamente con las vivencias personales de cada cual. Yo hago referencia, en este artículo, a la impronta que el escritor quiere trasmitir con lo que escribe. Se puede escribir para transmitir generosamente una información, como para fines aún más… “oscuros”. Porque, a veces, escribir es un acto relativamente ¿pecaminoso? donde el autor pierde la que yo creo que es la verdadera brújula literaria que debe sazonar su obra.

Me explico (y lo hago con una anécdota que cambió mi perspectiva de lo que es escribir): con quince años decidí muy ilusamente que quería ser escritor. Con ese halo infantil propio de las primeras ilusiones, empecé a recopilar infinidad de palabrejas de diccionario para embellecer y culturizar lo que escribía. Para mi yo de entonces, escribir era trabajar un texto perfecto y culto, alcanzar en mis letras un estrato cultural superior al que me envolvía en mi día a día.

Solícito hasta por casualidad, recuerdo que fue mi hermano José Luis (el mayor) quien, a sabiendas de mis aspiraciones, dejó caer sobre la mesa donde yo escribía un fanzine del Ejército del Aire, destacamento donde él hacía por entonces el servicio militar. Sus palabras fueron directas y precisas, y se me grabaron en la sien como un hierro candente: ¿quieres aprender a escribir…? pues aprende. Y ahí estaba, en la página donde mi hermano había doblado la revista, el artículo del párroco del cuartel, habitual colaborador de esta revista hecha por y para soldados. Un… incentivo, que no tardé en devorar. Claro que, para que esto fuese una paradoja, tenía que tener mi indigestión al leer semejante verborrea. Juro que ni a día de hoy soy capaz de transcribir lo que el párroco quería dar a saber con su artículo. El uso tan intensivo de palabrejas de diccionario hacía que me perdiera una y otra vez en su maldito mensaje cifrado.
 
Retrocedí en la silla. Medité esto. Y entonces decidí que yo no quería escribir así. El párroco no escribía para los demás, escribía para sí. El texto era, al cabo, un ejercicio simple de vanidad intelectual, habida cuenta del público al que iba dirigido (con perdón a la milicia, pero las cosas son así). Ahí aprendí que el escritor no escribe para sí, sino para los demás. De hecho, que no es escritor si él quiere, sino si así lo quieren sus lectores. Y no me refiero al éxito editorial, ni mucho menos. Me refiero a que un escritor debe ser un gran comunicador, sin más. El párroco militar estaba tan absurdamente ensombrecido por la monumental loza de piedra de la lingüística de los dioses que su mensaje se perdía irremediablemente por cada vez que un soldado pasaba de su página. Y yo no quiero eso.

Escribir, para mí, en sobretodo despertar la conciencia, la visual de nuestra mente, la imaginación, transmitir emociones… comunicar. Por eso soy un ferviente defensor de la literatura para todos y del ejercicio tenaz de buscar el modo, casi quirúrgico, de acceder a la mente del depositario de mis letras a través de una genialidad en la frase, en el momento, en un recodo de la página que nadie espera… una utopía que persigo en cada uno de mis textos, de la que debo sentirme siempre inconforme y que debo domar no con el lustre del artificio, sino con esas palabras de todos y para todos que signifiquen mucho más que ellas mismas en la cópula de un escrito sencillo pero directo, muy al alma.
Que se entienda todo. Que no haga falta un segundo libro (como un diccionario) para entender el primero. Que no solo lleguen las ideas, sino los sentimientos. Y no hablo de cursiladas (que también). Hablo de causar dolor, intriga, de no dejar indiferente a nadie. Es decir, una tarea titánica que supongo que, por cada nueva obra, trate de un nuevo horizonte aún sin explorar.
Pero, ¿cómo se hace eso?

No es fácil. Lo sencillo es poblar la página de palabrejas que sustituyan el ingenio por el bagaje. Engordar el oficio con palabras de primera categoría creo que puede llegar a esconder las verdaderas virtudes del escritor, ya que, en mi humilde opinión, lo difícil es convertir lo cotidiano en algo único y la verdadera genialidad del autor es saber usar palabras cotidianas en el momento justo para despertar al lector, para incendiar su libro, y para ello vale casi todo. Se puede humanizar un paisaje para que signifique algo más de lo que se ve a simple vista. Se pueden dar atributos imposibles a los objetos para que cobren vida. Incluso, del revés, se puede desmaterializar una personalidad para dar a entender un estado de ánimo pésimo.

En cierta ocasión, un amigo me preguntó porqué los que escribíamos dábamos atributos imposibles a las cosas, porque no todo lo llamábamos por su nombre. Mi respuesta es que somos personas, afortunadamente, y para acceder a la cabeza de una persona no podemos usar un código binario. Somos imaginativos por naturaleza y, para despertar algo más que la simple interpretación de los signos de escritura, debemos dar un pasito más allá de lo que se ve a simple vista en una página a la hora de escribir, desenmarañar su contenido por vías inesperadas. Esto no es un guión de cine, sino un tú a tú entre la mente del escritor y la del lector.

Para entender mi concepto, baste citar al gran maestro Gabriel García Márquez y pararse en algunos de sus párrafos. De sus letras casi no hay palabra que la común sociedad no pueda entender, pero, dentro, muy dentro, hay un significado realmente nuevo en su escritura a través de la génesis de frases magistrales precisamente por su genialidad y simpleza. Se aprende mucho leyéndolo, pero, paradójicamente, de igual modo se puede aprender mucho leyendo todo de todo el mundo para saber qué es lo que se debe y no se debe hacer en lo que se escribe si no queremos espantar a nuestros receptores.

Intentémoslo. Busquemos caminos alternativos al alma de los lectores a través de medios no concebidos. Solo así logra el escritor distinguirse y amenizar con su público este lazo indefinible de las preferencias. Porque, dentro de nuestras grandes semejanzas, de verdad que no somos iguales. Ahora que escribo lo entiendo.