martes, 23 de diciembre de 2014

Taller Literario (artículo nº 4) La originalidad

      La originalidad



Si bien es cierto que ningún escritor puede escapar de la letra, no es menos cierto que no puede rehuir de lo escrito.

Esta aparente estupidez viene a cuento de que el autor, por un lado, está supeditado a la hora de escribir no tanto ya a su idioma, sexo o condición sexual, sus vivencias personales… sino a su cultura, y la cultura es todo aquello que él mismo crea… pero asimismo todo lo que se ha volcado previamente en él para convertirlo en escritor. Esta obviedad se tambalea cuando este escritor accede a otras sociedades (ya sea en el espacio o en el tiempo, inclusive imaginarias) buscando nuevos horizontes, aunque, de todos modos, lo que hará, a grandes rasgos, no es sino seguir el camino andado por sus antecesores.

¿Se puede ser completamente original? Es decir, ¿puede el autor realmente innovar en un género literario?

Con permiso de estos antecesores de los que hablo, las novelas de hace doscientos años atrás no deberían estar hablando de epopeyas galácticas, ni de robots o vida artificial, de gente enganchada a su teléfono móvil… Hace doscientos años nos hubiera parecido realmente patético descubrir que la gente actual viaja, y encima inconsciente a las fenomenales circunstancias, a bordo de un artilugio con alas mucho más pesado que el aire y más alto que las nubes mientras el personal no despega la mirada de su WhatsApp, tecleando la pantallita de su celular con verdadera devoción como si anduviese hipnotizada por una fuerza superior.

¿Tendría éxito hoy día una novela de seres humanos debidamente informatizados, sin sentimientos, sin hambre, sin sueño, sin problemas…? Dentro de doscientos años, quizá la gente lleve una computadora en las retinas, se alimente de una pila de combustible y no le apetezca ni reproducirse. ¿Quién sabe? es el futuro, lo que quiere decir que pasarse de original no tiene sentido si no añadimos a esta novela de evidente ciencia-ficción (que terminará siendo una novela sobre la vida cotidiana de alguna era en cuestión) unas vicisitudes actuales. Generalmente enfrentamos a las insectívoras invasiones extraterrestres a la calidad del sentimiento humano (rebeldes resistiendo la invasión con un coraje y comunión muy loables), o, dentro de esas sociedades frías y calculadoras de hombres y mujeres ordenados en un futuro triste y vacío, camino al interés popular inventamos la mal función cerebral de una de estas personas clonadas que, de repente, nace con los viejos valores de una humanidad ya extinta en sus emociones y propone escapar de un sistema de vida matemático y funcional.

Es decir, la originalidad tiene su precio, y si no queremos estrellarnos es mejor andar con pies de plomo y no innovar en exceso para no toparnos con el rechazo. Así pues, no es buena idea que nuestro protagonista, personajes o circunstancias se desboquen. Puede que me equivoque, pero parece que el modelo actual de innovación literaria parece ser justo el que la demanda prefiere, y es la que se alimenta de géneros preexistentes añadiendo ligeras modificaciones; cuando ya nos hemos cansado de historias de vampiros, a secas, le añadimos a la trama a sus sempiternos enemigos los licántropos, por ejemplo. Una trama de fantasía épica con tintes menos infantiles y más realistas de lo habitual han hecho a Juego de Tronos todo un fenómeno, como unas divertidas aventuras de unos chavales en una escuela de hechicería (donde cualquier niño del mundo quisiera ingresar) han sido los cócteles afortunados para convertir la saga de Harry Potter en uno de los mayores éxitos literarios conocidos.

Entonces, si no innovamos demasiado, ¿qué nos queda para encontrar la llave de la aceptación popular a lo que escribimos?

…Esa pregunta es tan enigmática y tan arraigada, y ¿quién sabe? quizá tanto a la fortuna como al destino, que así, a “sangre fría”, es absolutamente irresoluble. Ya se han convertido a un par de cowboys en amantes, como hemos visto a un oso panda haciendo kung-fu. Mientras, y siguiendo con la tendencia cinematográfica (absolutamente válida para con el mundo literario) el éxito más entrañable de la historia del cine trata asimismo de una historia de fantasía épica en el espacio exterior, con caballeros Jedi a espada, malos con armadura, magia y aventura a la vieja usanza, donde la ciencia ficción parece más de una peli de La Segunda Guerra Mundial que otra cosa. Así pues, quizá para nuestra próxima novela de acción y éxito popular deberíamos meter en una saca cientos de caracteres y circunstancias posibles en tantas y tantas papeletas como nos sea posible, irlas desentramando al azar y esbozar así una historia realmente innovadora que despierte el interés del público… o que nos hunda definitivamente en el pozo del fracaso. Eso sí, sin pasarse; el aura y carácter de las actuales civilizaciones humanas sigue siendo válido, mientras que las emociones románticas, el odio, la amistad, y otros muchos valores “de manual” son los que siempre deben perdurar en nuestras paranoias escritas.

Al fin, mi consejo es escribir, y hacerlo sin remordimientos de ninguna clase porque nuestros antecesores ya hayan levantado los cimientos culturales de los que nos alimentamos todos al escribir. Hagamos del protagonista el malo, de la víctima el asesino, del final el principio… pero no nos desliguemos demasiado de lo común porque aún faltan doscientos años para que seamos unos bichos raros.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Taller Literario (artículo nº 3) La inspiración.


La inspiración.
 
 
 

…Por no llamarlo el gran escollo. Y es que, en algún punto determinado de nuestra literatura, ésta se atasca y no termina de salir. Es entonces que al autor se frustra y le nacen esas absurdas dudas existenciales sobre si de verdad está hecho de la naturaleza apropiada para lo que hace.

Nada más lejos de la realidad. Aquí mismo, por estas letras, este artículo está “abierto” un lunes, madurado un miércoles y escrito un viernes. Y a eso voy. En materia escrita, las prisas no son buenas. En nuestra novela quizá matemos al personaje equivocado demasiado pronto, o reparemos demasiado tarde que no hemos añadido suficientes argumentos para desembocar adonde nos precipitamos ya en caída libre.

El ejercicio de escribir es esto mismo, deliciosamente frustrante porque a menudo termina siendo impredecible hasta para el escritor (creo que si no hubiera sorpresas en la literatura, no valdría la pena ni ponerse a escribir). En algún momento las páginas nos dirán basta y serán ellas, aparentemente tan mansas, las que se comuniquen con nosotros. Y es que en lo escrito habrá una circunstancia maliciosamente irresoluble en la que nos maldeciremos por habernos metido en este embrollo del que no podemos salir. Y aquí, entonces, es cuando hay que dejar que un callejón sin salida actúe como eso mismo, como un callejón sin salida. Porque debemos salir, desde luego y antes de malograr un texto, y “airear” esta historia que nos trae de cabeza. Quizá volver a sopesarla, tratar de trabarla con alguna otra cosa… o, mejor que mejor, dejarla aparcada.

Con el tiempo, así como nuestra historia nació de un flash (así funcionamos), su resolución o la traba que nos tiene en el dique seco literario se resolverá con un golpe de gracia. En el momento menos pensado, la alternativa al fracaso tomará forma por sí misma, haciendo honor a esa máxima en que lo que buscas nunca está cuando lo necesitas, sino cuando el destino te lo pone caprichosamente de la mano. ¿Te suena? Es decir, es la misma cuestión que cuando buscamos algo en el trastero (y hasta por casa) y no aparece sino cuando no lo necesitamos. Haz uso de esta filosofía y verás que te servirá, antes de desechar un proyecto que parece no conducir a ninguna parte.

Y, mientras, ¿qué hacemos? ¿Nos tiramos de los pelos?

Nada de eso. Un parón literario solo invita a escribir. Es el momento de aprovechar para empezar otros proyectos. Quizá desempolvar el rinconcito poético y amansar la vorágine del tacto en prosa, pasar a otro género literario para desintoxicarse, fantasear, hacer un cuento corto (incluso leer) o aprovechar este estancamiento en una novela para retomar otra que ya nos dejó colgados antes. Seguro que, mientras conducimos, tomando un café, quizá paseando, todas las dudas se despejan y podremos retomar todos y cada uno de nuestros trabajos.

…No es casual que haya mencionado lo de pasear. A mí me funciona. Aún con todo, reconozco que el modo “flash” (un modo automático que tenemos en la mente) es lo que más suele sorprenderme, pero, entretanto, un paseo aviva las neuronas. Ya leí alguna vez que acelerar nuestro ritmo vital (la circulación arterial, para que nos entendamos) por mera lógica aumenta el riego sanguíneo de nuestro cerebro, oxigenándolo y estimulándolo cara a nuevas y espontáneas ideas. Y, sea o no cierto ese artículo que leí, ya sea por sugestión o por cualquier otra cosa, caminar funciona.

Del otro lado, siempre con la falla de inspiración en mente, creo con firmeza que hay dos formas de escribir. Una de ellas es planificarlo todo. Con relación a ello, supongo que habrá gente que haga un esquema o boceto de su historia a contar. El principio, las tramas, la resolución…

La otra forma de hacerlo es plasmar tus ideas en el papel dejando que tú seas tu primer lector. Eso es echarlo todo a suertes, pero tengo en mi haber algunas novelas así (Muñequitas de Lalá, Amanda Cage, etc) que cara al público han funcionado muy bien. Es decir, son productos de momentos de crisis literaria donde podría decirse que la falta de ideas ha dado como fruto unos escritos aceptables (no lo digo yo, lo dicen mis lectores). Entretanto, no puedo soslayar que hasta la novela más concienzudamente planificada tiene sus sorpresas para el escritor. Yo, en mi experiencia, dejo que mis libros tenga un cincuenta por ciento de planificación y otro tanto de improvisación, pues es obvio que la estimulación del autor puede venir antes de escribir… pero que, escribiendo, nunca mejor estado de gracia para congraciarse con lo que uno escribe, para abrir nuevas puertas que no teníamos ni meditadas. Como base, basta imaginar que te apetece hablar de un tema, de una idea, y luego ya todo viene rodado.

Mucha suerte y que la inspiración os acompañe.

 

 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Taller Literario (artículo nº 2) Describir paisajes y lugares.


Describir paisajes y lugares.

 


Hay un punto débil en todo autor que éste debe intentar soslayar a toda costa en sus obras, y ese hándicap no es otro que sobrevalorar lo que describe, darlo todo por bueno. Entusiasmado de sus líneas, quizá no se percate a tiempo que el lector (sobretodo el actual) no está como para perder el tiempo en extensas recreaciones.

Hablo, pues, de ese instante (se espera siempre que sea un trance corto, si no estamos muertos) en el que se pierde la conexión con el receptor de nuestra literatura y puede aparecer en él algún gesto inequívoco de hartazgo (respirar hondo, cambiar la pose en el sofá, estirarse…). Cuando eso ocurre, algo va mal. Una novela no debe permitir que el lector salga de sus páginas, pues en la mayoría de los casos habremos sido nosotros mismos los que lo habremos echado a patadas.

Es obvio que hay momentos en la historia en los que el interés decae porque deben darse párrafos meramente escénicos o explicativos del entorno o de la trama. Si esto no aporta nada nuevo que despierte el interés, el autor debe recrearse lo menos posible en ellos. Hablo de las interminables descripciones de paisajes y lugares, o de esos desayunos tediosos de ciertos personajes que no hacen sino añadir paja a lo escrito.

Mi ideal es que, cuando algo no sea consistente, acortarlo. He visto párrafos y párrafos cansinos y devoradores de páginas en los que no ocurre nada, y ahí es donde el autor debe despertar de su magnificencia y elegir entre recrearse en su historia o producir en ella. De nada sirve agotar la psique de un lector con la descripción casi fotográfica de un jardín, su enlosado de piedra, sus bancas de madera, si no añadimos a todo ello algo que tenga un contexto más personalizado que atrape la atención del lector. Si hablamos de ese jardín, por ejemplo, es más importante describir qué significa para la historia, sus personajes o la trama que acaso puntualizar cada detalle para que el lector se haga cuenta del jardín de nuestros sueños. Todos sabemos ya lo que es un jardín (he visto párrafos describiendo cuántas por cuántas pulgadas tiene), y solo debemos hablar de él todo aquello que redondee sensaciones, como que la excesiva alineación de los colores en el mismo identifica un factor maníaco en su cuidador, así como su pinta primaveral puede describir no solo un jardín magnífico, sino la plenitud de vida de la familia que habita la casa… como acaso su lobreguez el desánimo y la tristeza  de esa misma prole. En este último caso podemos añadir que las hojas secas revolotean como papel quemado (que nadie barre), y que soplan murmullos de viento gris que se desgarran con las ramas despobladas de los árboles, que son ahora mismo lo más que se comenta en casa. Poco más. El resto lo añade el lector. Ya sabemos que nadie cuida el jardín, como seguramente los personajes de la historia no lo frecuentan ni lo miman, como tampoco tendrán ánimos para ninguna otra cosa (ni para hablar entre ellos) y, de un plumazo, hemos añadido a la descripción del jardín de la casa algunos detalles sobre la personalidad y relación de nuestros personajes, tan desolados y enfrentados como el jardín y la primavera.

Uf, conseguir identificar qué sirve y qué no sirve para nuestra novela es complicado. Ante la duda, acortar siempre, teniendo en cuenta que el autor se enfrenta una y otra vez al desafío de no tener que rebosar innecesariamente de imágenes la cabeza ajena (que la mente del lector no está tan vacía como la de un bebé), sino que éste ya viene llenito de información y lo único que debemos hacer es despertar su propia visión de los hechos y lugares en el papel. Apenas eso, un calambrazo, no una electrocución de sus neuronas.