miércoles, 28 de enero de 2015

Taller Literario (artículo nº 8) Errores de contenido


Errores de contenido

 


Ya sabemos que una historia puede contarse de mil maneras distintas. Esto quiere decir que podemos contar lo mismo dos veces, pero que podemos variar el recurso constructivo de nuestra novela para enfocar de distinta manera esa misma trama y disponer así de dos novelas plenamente legítimas. Es decir, podemos contar el descubrimiento de América desde la personalidad de Cristóbal Colón, a través de su tripulación, desde el punto de vista de un polizón que ni siquiera la historia ha descubierto todavía… y hasta desde la perspectiva de los ociosos moradores de una nave extraterrestre que siguen con mofa y sorpresa las moralejas de los pasos de La Humanidad.

Eso no se toca. Es legitimidad de autor.

Luego está el estilo del novelista. Sencillo, farragoso, retorcido, vulgar, culto o cultísimo hasta aburrir… Este terreno es un poco más pantanoso, porque si bien la perspectiva con la que enfocamos la historia dice mucho del escritor, ya su calidad literaria depende directamente de cómo salga él solito de este mismo atolladero.

Hasta ahí, espero, nos ubicamos en el territorio de los gustos literarios de cada cual. No somos todos la misma pieza humana, por lo que lo que a unos nos gusta a otros nos horroriza (La Pinta, La Niña y La Santa María vistas desde el espacio… menuda estupidez). Con esto, queda claro que toda obra posee un margen de “acierto” y otro margen de “error”; 50% para cada vertiente (respecto a éxito o fracaso) es más que aceptable. A medio mundo le gustará tu estilo, y a la otra mitad le parecerá pésimo. Conseguir esto mismo es un buen balance y ya sabemos de novelas “insoportables” (la saga Crepúsculo, por ejemplo) que son grandes trabajos, y obras magníficas (Harry Potter) que se saltan todas las expectativas para casi conseguir la unanimidad.

Ahora bien, todo esto que queda atrás en estos primeros párrafos de este artículo, desde luego, son conceptos básicos literarios que se pueden discutir, pero que forman parte de lo correcto en toda novela; no porque no nos guste un libro quiere decir que sea papel mojado. Por tanto, el autor no falla, sino que disentimos con él… o con sus métodos, mejor dicho.

…Hasta aquí, todo consecuente. Lo que viene ahora forma ya parte de un fracaso del que el autor no puede escapar. No hay excusa, y es cuando el que escribe debe entonar el mea culpa y sacar su lado más humilde. Hablo, ni más ni menos, que de los errores de veracidad en una novela. Porque hay datos que no son propios ni del autor ni de su propia perspectiva, sino que forman parte de una barrera indestructible que no admite alteraciones.

Y por primera vez, y para ilustrar este artículo, voy a hacer algo para lo que no me siento legítimamente formado/reconocido como autor, que es usar la novela de otro escritor para dar nota de ejemplo de este tipo de falla. Y lo hago así porque, hasta que otro escritor o crítico encuentre en mis escritos un error del mismo calibre (que podría haberlo/s), tendré que “conformarme” con hacer referencia al autor Juan Manuel de Prada y su novela La Vida Invisible.

Hombre... “haberlos”… Haría falta mucho para igualar un error de la talla que voy a citar. En cuestión, en la novela se habla del magnicidio de John F. Kennedy en la ciudad de Dallas. Todos hemos visto esas imágenes; Kennedy y su esposa, Jacqueline, en un descapotable propicio para este tipo de brutal atentado. Hemos visto los tiros, la desesperación, La Historia en toda su magnitud… Pues bien, el señor Juan Manuel de Prada comete un error insostenible que los autores debemos eludir a toda costa, y es el de añadir detalles puntuales de un hecho más que contrastado cuando ocurre que no está seguro de que sean ciertos. Igual al autor le parecen todos los autos iguales (razón de más para evitar entrar en detalles), pero, en tal caso, hubiese salido al paso con, simplemente, citar que el señor Kennedy fue asesinado cuando viajaba en una limusina descapotable… pero, ¿¡en un Rolls Royce!?

En mi haber puedo no entender de moda, pero no me atrevería a escribir de Prada donde va un Louis Vuitton. Tampoco puedo decir que los taxis de Manhattan son verdes, o que el Golden Gate está en Los Ángeles; todo esto entraría en una historia de evidente corte alternativo a la realidad. Pero, si nos ceñimos a ella, en torno al coche de Kennedy hay una indestructible cohesión entre el personaje y el automóvil que lo acogió morir. Y no es un Rolls… es un Lincoln. Y es el Lincoln de Kennedy. De hecho, en los anuncios de coches de segunda mano, evidentemente en la rama del auto de colección, suele acompañarse la palabra Lincoln de la de Kennedy (the car of Kennedy, o algo así). Citar lo contrario sería como decir que el avión del presidente de Los Estados Unidos es un Airbus (cuando es un Boeing) o que Apple vende aspiradoras (quizá… tiempo al tiempo).

Lo que sí está claro es que, partiendo desde la premisa de que ningún presidente americano ha usado nunca como coche presidencial un auto extranjero (que para eso su industria de lujo está más que servida), esta cita tan arriesgada en el libro de este autor es un desliz enorme, máxime teniendo en cuenta que la novela contó con un curtido equipo humano que la desvistió una y otra vez en sus entresijos antes de ganar El Premio Primavera de Novela.

Esto, queridos autores, puede soslayarse. Así como hay mil maneras de contar la misma historia, hay mil maneras de pasar por alto detalles más que discutibles (y hasta vergonzosamente erróneos) siendo igualmente precisos en la historia. Sabemos que el auto era negro, enorme, descapotable… A menudo sobra decir más.

 

“…Y el presidente Kennedy, entre una nube de confeti, cruzaba en su Toyota Prius descapotable la avenida Roosevelt de Chicago cuando, de repente, se oyó un disparo. Luego otro, y un tercero, y entonces todo el mundo supo que La Historia había sufrido un nuevo revés con el bramido inconforme e inconfundible de las balas de un Kaláshnikov.”

 

 

sábado, 24 de enero de 2015

Taller Literario (artículo nº 7) El talento


El talento

 


Jamás me atrevería a sugerir que, literariamente hablando, tengo el talento de mi mano. Espero no caer en ese absurdo; llegado el caso, es la gente la que debe decir eso, no yo.

Harina de otro costal sería hablar de predisposición, tendencia, atracción… aunque luego, a base de escribir páginas y más páginas, termines por ni hallarle el instinto literario a tu ADN.

Por ahora, comienzo este artículo diciendo que nadie le quite al que escribe todo eso, sus ánimos por las letras. Ya germinará el resultado de años en blanco, en gris o en negro, guste o no guste a los que deben decidir quién tiene talento y quién no. Porque, si bien es cierto que la calidad es subjetiva, la cantidad sí que puede medirse y hay gente con un ánimo infinito por comunicarse, hágase bien o hágase mal.

Eso, evidentemente, no es talento. Es una virtud diferente. Entretanto, y sin reivindicarme en nada, siguiendo en la línea de los que nacen con la predisposición hacia una materia determinada, me he sorprendido una y mil veces viendo documentales biográficos sobre toda suerte de actores, cómicos y cantantes para descubrir que, en su tierna niñez, quien no se enrolaba en las funciones de teatro del colegio, acaso alegraba las fiestas familiares con sus gracias o ya cantaba en la ducha. No sé si eso es talento o no, pero seguro que sí que es una predisposición natural.

En ese momento, justo en ese momento, y sin llegar a hablar de talento, es cuando recuerdo que de los deberes escolares solía olvidarme de muchos, pero seguro que llevaba a clase al día siguiente, con una orgullosa sonrisa en los labios, todas y cada una de tantas y cuantas redacciones hiciesen falta.

Sigue sin ser talento, pero sí que es predisposición. Aún gustaba de mecanografiarle a mi padre los presupuestos de su trabajo, y, después de teclear mis primeras aventuras en una máquina de escribir mecánica, llevado por ese instinto de charlatán de letras adquirí de mis propios medios, ya en la adolescencia, una de las primeras máquinas de escribir cargaditas de electrónica que me permitía indagar los resultados de lo escrito, previamente al papel, en una pequeña pantalla digital.

Mucho ha llovido desde entonces, y puede que aún no haya despertado mi comunión con la letra… como seguramente no haya enlazado el vínculo más importante, el del lector. Porque, hoy por hoy, sin menospreciar el trabajo de nadie y a sabiendas que seguramente el mío aqueja sus muchos errores, me sorprendo que el talento y el éxito no siempre están de la mano… o acaso me equivoco y el talento no tiene nada que ver con la forma de expresar ideas, sino en las ideas en sí.

No soy quién para criticar el trabajo ajeno, máxime cuando el mío palidece de soledad, pero a menudo me doy con la palma en la frente viendo que algunos textos más que venerados enredan toda clase de… de… me cuesta decirlo, pero hay que hacerlo: de mediocridad. No sé si me meto en aguas pantanosas, pero no sé definir si acaso el lector de hoy es menos exigente que el de antes, o las ideas que se transmiten actualmente a través de textos más que rudimentarios son tan geniales que no precisan de un soporte respetable.

Quizá el talento resida en eso, en “conectar”. Solo conectar, tal vez. Hay escritores que pueden centrifugarse los sesos, activar todos los resortes de sus mejores recursos y apelar a la inventiva lingüística más extrema describiendo de arriba abajo la trama más ingobernable… que luego vendrá un pimpollo o una pimpolla con “cuatro letras” que se lleve el gato al agua con una historia que, simplemente, “conecta”. Es así, y ahora mismo no tengo una definición exacta para lo que significa la palabra talento.

Sí sé (o intuyo saber) qué es un producto… una bazofia, una obra maestra o un espejismo, pero lo que sí tengo claro es que nadie se pone de acuerdo dónde se encuentra el talento hasta que la masa humana, las circunstancias, la suerte o vaya uno a saber qué conjugan un todo entre letra y persona, que termina siendo todos esos referentes que los que andamos sobrados de predisposición (sirvamos o no) perseguimos con humildad desde los primeros peldaños del camino hacia el talento: la paciencia delante nuestra siempre misteriosa hoja en blanco.

miércoles, 14 de enero de 2015

Taller Literario (artículo nº 6) La “re-culturización” social


La “re-culturización” social
 
 

En cierta ocasión, un gran autor como lo es Arturo Pérez Reverte alegó de cierta España inculta alejada de las letras. Esto es una queja lógica, que al cabo viene a ser tan racional como si un empresario tabaquero se queja de que los españoles no fuman lo suficiente.

Hoy por hoy, en cambio, en este país que se publica más que se vende, sucede que la lectura, que no la literatura, ha tomado otros derroteros bien distintos a la utopía latina que propone el señor Pérez Reverte. Hoy se escribe mucho más que “se lee”… aunque es obvio que, a tenor de la trama que me traigo entre manos en este artículo, por ende se lee tanto como lo que es escrito. Hablo, ni más ni menos, de la intensiva acción de escritura que recae en nuestra nueva sociedad. Y no para libros y aventuras, dramas y epopeyas… sino para comunicarse. Hablo, pues, de la telefonía móvil.

¿Quién iba a creerse, solo diez años atrás, que la gente escribiría incluso al volante de sus automóviles?

¿Escribir…? ¿Es que estamos locos?

Y, aunque todo esto parezca irracional, tiene “sentido”. Las especies evolucionan dependiendo de las condiciones del medio en que se desenvuelven. Así pues, primero todos hablábamos no sé cuántos minutos de tarifa fija, luego enviábamos mensajes SMS hasta que éstos se extinguieron con la llegada del WhatsApp. Hoy, España está llena de “escritores”… o quizá tele-operadores o mecanógrafos autodidactas con virtudes más que sorprendentes; los he visto escribir a unas pulsaciones por minuto de infarto.

…Otro cantar es el contenido de lo que se escribe. Teniendo en cuenta que es mejor esto que nada, a menudo titubeo con cierta picaresca cuando alguno de mis hijos o mi mujer me tientan la corrección puntual de alguna palabreja de sus mensajes de WhatsApp  (no vayan a hacer el “ridículo”), a lo que a menudo quiero responder algo así como “depende… depende del destinatario”. Y que nadie se engañe. Tampoco hay que escribir estos mensajes de amigos y familia como en un examen para filólogos. A mí me sobra con que la gente haya vuelto a las letras, algo que, ya digo, hace no mucho tiempo era algo realmente impensable, cuando pensábamos que, en el futuro, nos “escribiríamos” con mensajes visuales directamente grabados con la cámara de nuestro reloj.

Y entretanto supongo que tanto texto es más bien baldío (y respetando todos los niveles “literarios”, aunque sea entre risas y bromas), sirva al menos este gesto de rompededos y quiebracuellos de sala de espera y autobús para que la gente esté en contacto con el abecedario, a pesar de que me choque que amigos que ya tenía en el olvido me enloquezcan a mensajitos de WhatsApp solo por la novedad de que hacerlo sale gratis (en la apetencia de que todo consumo de la red está infinitamente incluido en sus tarifas de pago). …Luego lo mejor de estas redes de comunicación son los refraneros, noticias y citas que suponen cierta vuelta a “la vieja escuela”, quizá más la atención al material informativo para quienes solo miraban el periódico para ver los resultados de la quiniela.

Vista esta nueva revolución cultural, cito que hasta de los bajos fondos sociales aparece gente con talento, y ya me dirijo a estos raperos que, al menos, riman y a menudo con tanto acierto como quienes se creen poetas consumados. También algo es algo y que sean bienvenidos. Quién sabe, porque el mundo gira y nadie es capaz de predecir qué nos va a deparar la próxima década, sea que la gente se aficione a la moda de hablar como Cyrano de Bergerac y más de un autor termine deseando que su sociedad vuelva a sus tan criticados orígenes, a esa plebe humana que escribía las b con v y viceversa.

No sé… No sé si en España se lee mucho… pero se escribe una barbaridad.

viernes, 9 de enero de 2015

Taller Literario (artículo nº 5) La literatura y la política


La literatura y la política

 


Aún cuando a día de hoy imaginemos la política como un ejercicio alejado del mundo intelectual, máxime a tenor de los derroteros políticos actuales que toma nuestro país, a menudo no nos paramos a pensar cuán intensamente están ligadas esta materia y la materia de escribir. Más comúnmente de lo necesario, la política es un freno radical a la expresión periodística y, desde luego, cómo no va a serlo en el resto del material escrito, sobretodo de un libro.

Siguiendo aún con la trama de la prensa, yo mismo he sentido verdadera desilusión al comprender que muchos rotativos tienen un carácter predefinido antes de que se imprima en sus titulares una sola palabra. Es, a fin de cuentas, interpretar las cosas forzosamente desde un prisma pulido de un canto determinado a sabiendas de enlucir una opinión interesada. De esto tampoco escapa nuestro país.

Es la política, que tiene un alcance mayor de lo esperado. Es “educadora” (para bien o para mal) y en este artículo citaré la política de ciertas regiones del mundo que no solo merman la expresividad escrita, sino que incluso la desvinculan de su pueblo (en todos los sentidos).

Ya sabemos en qué sociedades tienen cortadas las alas nuestros hidalgos de la letra. En algunas, simplemente, estos escritores no existen. En otras, lo que escriben está convenientemente politizado.

Por tanto, escribir esto último, ¿es escribir?

Escribir es todo, eso está claro. De hecho, la gran mayoría de los libros son “mera” ficción. Entretanto, el engranaje manipulador de ciertas políticas adscriben autores sometidos o partícipes de un ideario político para que reflejen en sus obras una ficción no ya que escapa de lo imaginado, sino ligada a la conveniencia política, de tinte detestable (servil a fines no literarios). A menudo, el cariz de esa literatura (ya casi perversa) es de “todo va sobre ruedas” y se escribe sobre un modus vivendi ideal, cuando en el fondo ocurre que estos trabajos literarios están, más que censurados, retorcidos camino a esconder los fracasos (o el éxito) de un ejecutivo político.

Noticias me han llegado de un norcoreano minero que se convirtió en un afamado escritor de su país cuando envió sus relatos al gobierno y éste decidió contratarlo. Extraña editorial… Como mínimo sospechosa. ¿Escribiría, pues, de los apagones en su tierra natal? ¿De un demonio llamado Occidente?

Del otro lado del mundo, de Cuba, me llegan informaciones sobre las obras realmente admiradas por La Revolución, en especial aquellas cuyos protagonistas son gente aburrida y desorientada en su vida prerrevolucionaria, modo de que sea justificado de paso el modelo de reforma social del régimen cubano. A sabiendas de ello, el resto no interesa. La editorial “ciudadana” que es este estado elije escrupulosamente aquello que llega al pueblo solamente por fines políticos. Así pues, esto es una contradicción de principios, a saber que, si somos comunistas, un libro debería escribirse por todos y para todos, independientemente de su contenido (como en democracia, ¿no es así?) Y, si vamos escribir un libro entre todos, ¿valen todas las opiniones, o solo aquellas de una minoría de la cúpula gubernativa?

Sobra decir que podemos diferenciar entre la ficción de una historia libremente pensada a la ficción de un escrito supervisado para el germen de una propaganda engañosa, como lo es quitar de novelas coreanas o cubanas la hambruna y las deficiencias de unos modelos de convivencia como mínimo enrevesados. Ficción sobre ficción, podría definirse. Y, más que censura, eso mismo de lo que hablo: exaltación interesada.

…Me queda aún por decir algo que, en su momento, me pareció chocante. No sé si me confundo o, por favor, que alguien me rectifique, pero a tenor de lo leído (si he leído bien) uno de nuestros maestros literarios (nobel merecido) era tertuliano y simpatizante de Fidel. ¿Quizá muy de izquierdas? …No llego a esos datos, pero sí me da por pensar que, a cuenta de que el mayor grado de censura es evitar, directamente, que el autor exista, en esos ambientes politizados de estas “revoluciones” cuán desperdiciado hubiera estado este señor si alguien hubiese decidido, por él, que su misión en el mundo era dedicarse a remendar zapatos, que no le hubieran dado la oportunidad de, libremente, enfrentarse a esa selección natural que, en libertad, se comprometen para su supervivencia los autores de verdad.

¿Hay mayor ficción que esa?