sábado, 24 de enero de 2015

Taller Literario (artículo nº 7) El talento


El talento

 


Jamás me atrevería a sugerir que, literariamente hablando, tengo el talento de mi mano. Espero no caer en ese absurdo; llegado el caso, es la gente la que debe decir eso, no yo.

Harina de otro costal sería hablar de predisposición, tendencia, atracción… aunque luego, a base de escribir páginas y más páginas, termines por ni hallarle el instinto literario a tu ADN.

Por ahora, comienzo este artículo diciendo que nadie le quite al que escribe todo eso, sus ánimos por las letras. Ya germinará el resultado de años en blanco, en gris o en negro, guste o no guste a los que deben decidir quién tiene talento y quién no. Porque, si bien es cierto que la calidad es subjetiva, la cantidad sí que puede medirse y hay gente con un ánimo infinito por comunicarse, hágase bien o hágase mal.

Eso, evidentemente, no es talento. Es una virtud diferente. Entretanto, y sin reivindicarme en nada, siguiendo en la línea de los que nacen con la predisposición hacia una materia determinada, me he sorprendido una y mil veces viendo documentales biográficos sobre toda suerte de actores, cómicos y cantantes para descubrir que, en su tierna niñez, quien no se enrolaba en las funciones de teatro del colegio, acaso alegraba las fiestas familiares con sus gracias o ya cantaba en la ducha. No sé si eso es talento o no, pero seguro que sí que es una predisposición natural.

En ese momento, justo en ese momento, y sin llegar a hablar de talento, es cuando recuerdo que de los deberes escolares solía olvidarme de muchos, pero seguro que llevaba a clase al día siguiente, con una orgullosa sonrisa en los labios, todas y cada una de tantas y cuantas redacciones hiciesen falta.

Sigue sin ser talento, pero sí que es predisposición. Aún gustaba de mecanografiarle a mi padre los presupuestos de su trabajo, y, después de teclear mis primeras aventuras en una máquina de escribir mecánica, llevado por ese instinto de charlatán de letras adquirí de mis propios medios, ya en la adolescencia, una de las primeras máquinas de escribir cargaditas de electrónica que me permitía indagar los resultados de lo escrito, previamente al papel, en una pequeña pantalla digital.

Mucho ha llovido desde entonces, y puede que aún no haya despertado mi comunión con la letra… como seguramente no haya enlazado el vínculo más importante, el del lector. Porque, hoy por hoy, sin menospreciar el trabajo de nadie y a sabiendas que seguramente el mío aqueja sus muchos errores, me sorprendo que el talento y el éxito no siempre están de la mano… o acaso me equivoco y el talento no tiene nada que ver con la forma de expresar ideas, sino en las ideas en sí.

No soy quién para criticar el trabajo ajeno, máxime cuando el mío palidece de soledad, pero a menudo me doy con la palma en la frente viendo que algunos textos más que venerados enredan toda clase de… de… me cuesta decirlo, pero hay que hacerlo: de mediocridad. No sé si me meto en aguas pantanosas, pero no sé definir si acaso el lector de hoy es menos exigente que el de antes, o las ideas que se transmiten actualmente a través de textos más que rudimentarios son tan geniales que no precisan de un soporte respetable.

Quizá el talento resida en eso, en “conectar”. Solo conectar, tal vez. Hay escritores que pueden centrifugarse los sesos, activar todos los resortes de sus mejores recursos y apelar a la inventiva lingüística más extrema describiendo de arriba abajo la trama más ingobernable… que luego vendrá un pimpollo o una pimpolla con “cuatro letras” que se lleve el gato al agua con una historia que, simplemente, “conecta”. Es así, y ahora mismo no tengo una definición exacta para lo que significa la palabra talento.

Sí sé (o intuyo saber) qué es un producto… una bazofia, una obra maestra o un espejismo, pero lo que sí tengo claro es que nadie se pone de acuerdo dónde se encuentra el talento hasta que la masa humana, las circunstancias, la suerte o vaya uno a saber qué conjugan un todo entre letra y persona, que termina siendo todos esos referentes que los que andamos sobrados de predisposición (sirvamos o no) perseguimos con humildad desde los primeros peldaños del camino hacia el talento: la paciencia delante nuestra siempre misteriosa hoja en blanco.

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