Errores de
contenido
Ya sabemos
que una historia puede contarse de mil maneras distintas. Esto quiere decir que
podemos contar lo mismo dos veces, pero que podemos variar el recurso constructivo
de nuestra novela para enfocar de distinta manera esa misma trama y disponer
así de dos novelas plenamente legítimas. Es decir, podemos contar el
descubrimiento de América desde la personalidad de Cristóbal Colón, a través de
su tripulación, desde el punto de vista de un polizón que ni siquiera la
historia ha descubierto todavía… y hasta desde la perspectiva de los ociosos moradores
de una nave extraterrestre que siguen con mofa y sorpresa las moralejas de los
pasos de La Humanidad.
Eso no se
toca. Es legitimidad de autor.
Luego está el
estilo del novelista. Sencillo, farragoso, retorcido, vulgar, culto o cultísimo
hasta aburrir… Este terreno es un poco más pantanoso, porque si bien la
perspectiva con la que enfocamos la historia dice mucho del escritor, ya su
calidad literaria depende directamente de cómo salga él solito de este mismo
atolladero.
Hasta ahí,
espero, nos ubicamos en el territorio de los gustos literarios de cada cual. No
somos todos la misma pieza humana, por lo que lo que a unos nos gusta a otros
nos horroriza (La Pinta, La Niña y La Santa María vistas desde el espacio…
menuda estupidez). Con esto, queda claro que toda obra posee un margen de
“acierto” y otro margen de “error”; 50% para cada vertiente (respecto a éxito o
fracaso) es más que aceptable. A medio mundo le gustará tu estilo, y a la otra
mitad le parecerá pésimo. Conseguir esto mismo es un buen balance y ya sabemos
de novelas “insoportables” (la saga Crepúsculo, por ejemplo) que son grandes
trabajos, y obras magníficas (Harry Potter) que se saltan todas las
expectativas para casi conseguir la unanimidad.
Ahora bien, todo
esto que queda atrás en estos primeros párrafos de este artículo, desde luego,
son conceptos básicos literarios que se pueden discutir, pero que forman parte
de lo correcto en toda novela; no porque no nos guste un libro quiere decir que
sea papel mojado. Por tanto, el autor no falla, sino que disentimos con él… o
con sus métodos, mejor dicho.
…Hasta aquí,
todo consecuente. Lo que viene ahora forma ya parte de un fracaso del que el
autor no puede escapar. No hay excusa, y es cuando el que escribe debe entonar
el mea culpa y sacar su lado más
humilde. Hablo, ni más ni menos, que de los errores de veracidad en una novela.
Porque hay datos que no son propios ni del autor ni de su propia perspectiva,
sino que forman parte de una barrera indestructible que no admite alteraciones.
Y por primera
vez, y para ilustrar este artículo, voy a hacer algo para lo que no me siento
legítimamente formado/reconocido como autor, que es usar la novela de otro escritor
para dar nota de ejemplo de este tipo de falla. Y lo hago así porque, hasta que
otro escritor o crítico encuentre en mis escritos un error del mismo calibre
(que podría haberlo/s), tendré que “conformarme” con hacer referencia al autor
Juan Manuel de Prada y su novela La Vida Invisible.
Hombre...
“haberlos”… Haría falta mucho para igualar un error de la talla que voy a citar.
En cuestión, en la novela se habla del magnicidio de John F. Kennedy en la
ciudad de Dallas. Todos hemos visto esas imágenes; Kennedy y su esposa,
Jacqueline, en un descapotable propicio para este tipo de brutal atentado. Hemos
visto los tiros, la desesperación, La Historia en toda su magnitud… Pues bien,
el señor Juan Manuel de Prada comete un error insostenible que los autores debemos
eludir a toda costa, y es el de añadir detalles puntuales de un hecho más que
contrastado cuando ocurre que no está seguro de que sean ciertos. Igual al
autor le parecen todos los autos iguales (razón de más para evitar entrar en
detalles), pero, en tal caso, hubiese salido al paso con, simplemente, citar
que el señor Kennedy fue asesinado cuando viajaba en una limusina descapotable…
pero, ¿¡en un Rolls Royce!?
En mi haber
puedo no entender de moda, pero no me atrevería a escribir de Prada donde va un
Louis Vuitton. Tampoco puedo decir que los taxis de Manhattan son verdes, o que
el Golden Gate está en Los Ángeles; todo esto entraría en una historia de
evidente corte alternativo a la realidad. Pero, si nos ceñimos a ella, en torno
al coche de Kennedy hay una indestructible cohesión entre el personaje y el
automóvil que lo acogió morir. Y no es un Rolls… es un Lincoln. Y es el Lincoln
de Kennedy. De hecho, en los anuncios de coches de segunda mano, evidentemente
en la rama del auto de colección, suele acompañarse la palabra Lincoln de la de
Kennedy (the car of Kennedy, o algo así). Citar lo contrario sería como decir
que el avión del presidente de Los Estados Unidos es un Airbus (cuando es un
Boeing) o que Apple vende aspiradoras (quizá… tiempo al tiempo).
Lo que sí
está claro es que, partiendo desde la premisa de que ningún presidente
americano ha usado nunca como coche presidencial un auto extranjero (que para
eso su industria de lujo está más que servida), esta cita tan arriesgada en el
libro de este autor es un desliz enorme, máxime teniendo en cuenta que la
novela contó con un curtido equipo humano que la desvistió una y otra vez en sus
entresijos antes de ganar El Premio Primavera de Novela.
Esto,
queridos autores, puede soslayarse. Así como hay mil maneras de contar la misma
historia, hay mil maneras de pasar por alto detalles más que discutibles (y
hasta vergonzosamente erróneos) siendo igualmente precisos en la historia.
Sabemos que el auto era negro, enorme, descapotable… A menudo sobra decir más.
“…Y el
presidente Kennedy, entre una nube de confeti, cruzaba en su Toyota Prius
descapotable la avenida Roosevelt de Chicago cuando, de repente, se oyó un
disparo. Luego otro, y un tercero, y entonces todo el mundo supo que La
Historia había sufrido un nuevo revés con el bramido inconforme e inconfundible
de las balas de un Kaláshnikov.”