Hay escritores a los que, al analizarlos, podemos hacernos una idea de
adónde va la literatura. Con otros, en cambio, apreciamos de dónde viene.
Gabriel García Márquez pasa del concepto de escritor al de literato. Hay
una diferencia en ello. Una diferencia apreciable. “Cualquiera” vende, y es
escritor… pero, literato, lo son muy pocos (igual, dentro de poco será más
acertado usar en esta frase lo han sido, pues podríamos estar hablando de una
especie en vías de extinción).
Meterse a poner peros a Cien años de soledad, por ejemplo y por tratarse de
la obra que vamos a tratar en este post, sería un poco como echarse a las
llamas. Vamos “a perder”. Te puede gustar más o gustar menos lo que escribió
este autor, pero es obvio que la calidad literaria de sus textos es de primer
orden. Cuando lo lees, García Márquez siempre te coge con la guardia baja, aun
cuando creas que estás perfectamente pertrechado para que no te coja por
sorpresa. Hay párrafos suyos que son irrepetibles, que vuelves a leerlos…
directamente para aprender a escribir. Siguiendo esta pauta, leí de él partes
de su biografía (que no tenían interés alguno para mí) solamente porque este
autor trata de uno de estos maestros que puede estar contando obviedades o
sucesos que nos importan un bledo pero que, enredado de su magia, te quedas con
él porque vale la pena disfrutar, simple y llanamente, con su manera de
interpretar la letra.
Ojo, que Cien años de soledad me decepcionó porque esperaba mucho más (ya
sabemos, las expectativas por las nubes), y leyéndole se puede ser consciente
de las caídas de ritmo o la sensación de ahogo de que el estilo se repite…
pero, después de ser sincero con estas palabras, insisto en que se puede (y
debe) aprender muchísimo de este autor. Y quizá, en el fondo, no haya escrito
grandísimas historias… pero, ¡diablos, cómo las cuenta!
En concreto, y ya vamos a la materia que nos toca, este post sobre la obra
que le dio El Premio Nobel a Gabito no trata de una crítica… sino de una
contracrítica. Vamos a aprender a escribir, en este caso, cuestionando la
severa y seguramente envidiosa crítica de otro autor sobre su libro estrella.
Hablamos del despiadado análisis de otro escritor colombiano, Fernando Vallejo.
Hablo de un ensayo propuesto para su publicación en 1998 para la revista El
Malpensante. Y digo propuesto porque, según parece, nunca llegó a ser
publicado.
Vamos allá.
En azul el original
En rojo las apreciaciones de Vallejo.
En negro mis conclusiones.
* * *
Vallejo: UN SIGLO DE SOLEDAD
Nota: la crítica empieza fuerte y con sorna, cambiando el título original
de la obra. Ya sabemos que cien años es un siglo.
* * *
García Márquez: «Muchos años
después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría
de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».
Fernando Vallejo: …Pero si no es después de la creación
del mundo sino «después de aquella tarde remota en que su padre lo llevó a
conocer el hielo», entonces algo ahí sobra. O te sobra, Gabito, el «remota»
pues ya está en «muchos años después», o te sobra el «muchos años después» pues
ya está en el «remota».
Nota: La clave de esta frase está, obviamente, en la palabra “remota”. Es
una palabra para hacer énfasis. Al añadirla acentuamos la sensación de que,
realmente, el tiempo ha pasado más allá de una cuantía meramente numérica, y ya
podemos hacernos una idea mucho más acertada de que ese momento parece más
distante de lo que pueden contar los años. En mi opinión es una palabra
acertada. Parece que fue ayer es otra frase recurrente para relativizar lo que
significa el paso de los años, más o menos “cuantiosos” (aun siendo la misma
cantidad de años) dependiendo de lo que hayan significado para quien los
interpreta. Remota, simplemente, añade “lejanía” a esos años.
* * *
Fernando Vallejo: …Ibas pensando en Rubén Darío, en su
autobiografía, en la que el poeta nicaragüense, muerto en 1916, cuenta que su
tío abuelo político, el coronel Félix Ramírez, esposo de su tía abuela doña
Bernarda Sarmiento, lo lleva a conocer el hielo: «Por él aprendí pocos años más
tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las
manzanas de California y el champaña de Francia». ¡Te plagió, Gabito, te plagió
ese cabrón nicaragüense! ¡Y con semejante frase tan fea! Y no sólo te robó el
hielo y el grado de coronel, sino hasta la expresión genial tuya de «muchos
años después», pues el «pocos años más tarde» de ese sinvergüenza ¿no viene a
ser lo mismo, aunque al revés? Y después dicen que los colombianos somos
ladrones. ¡Ladrones los nicaragüenses! Cuando te acusen de plagio me llamás a
mí, Gabito, yo te defiendo.
Nota: Pongo en conocimiento del lector que Fernando Vallejo acusa a García
Márquez de plagio porque, para esta primera frase del libro, el autor comenta
que se le ocurrió esta “entrada” cuando viajaba para México en carretera…
cuando, según Vallejo, está plagiando a un autor muy anterior. En mi opinión, y
no es por defender a toda costa a uno de mis autores favoritos, ni la frase es
tan magistral como para que García Márquez la haya distinguido con una anécdota
(y mucho menos como para que la prensa se intrigue en ello) ni las
coincidencias con la letra del poeta nicaragüense son definitivas. Todos
tenemos derecho a plagiarnos los unos a los otros en pequeños matices. El mundo
está lleno de coroneles, de “años después” y de hielos de toda clase. Todo
cuanto escribimos tiene una similitud considerable con otros escritos porque la
letra no sólo es finita, sino que, encima, los seres humanos vivimos las mismas
cosas una y otra vez. Incluso a conciencia, “copiar” un poco no adquiere al
grado de plagio… cuando, casi con toda seguridad, inspirarse en una frase que te
puede estar dando vueltas en la cabeza, y que no sabes a ciencia cierta si es
tuya o la has leído en alguna parte, es cosa normal. Por último, Cien años de
soledad hubiera tenido el mismo éxito
con o sin esa frase de apertura.
* * *
García Márquez: «Macondo era
entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla
de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras
pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos».
Vallejo: ¿Huevos prehistóricos? ¡Prehistóricos serán los
tuyos, güevón! No hay huevos «prehistóricos». Los huevos son del Triásico y del
Jurásico, o sea de hace doscientos millones de años, cuando los pusieron los
dinosaurios, y nada tienen que ver con la prehistoria, que es de hace diez mil
o veinte mil.
Nota: quizá, este haya sido el comentario de Vallejo que me ha llamado a
hacer la contracrítica. Al leerle esto he pensado algo así como (y con o sin
perdón) menuda gilipollez. Todo el relativo valor crítico de Vallejo se deshace
aquí en una pataleta sin argumento. Usar huevos prehistóricos es más que
correcto. La literatura creativa, sobre todo en el versatilísimo español, nos
permite jugar con lo que en otras materias es correcto o incorrecto. Esto no es
un libro de ciencias. Ya sabemos que La Prehistoria (con mayúscula y en el caso
de que Márquez la hubiese referido así) es un período posterior a los huevos de
dinosaurio y, de hecho, no existían huevos así en La Prehistoria. Sin embargo,
en la literatura que nos toca se hace mención no a un período concreto, sino a
la perspectiva imaginaria que todos los lectores de a pie (sin envidias
desbocadas) suponemos como de la muy confusa y enmarañada época en que vivieron
esos dichosos reptiles gigantes (si es que me van a apuntillar ahora a mí si
eran o no reptiles o dinosaurios, que creo que es distinto). No hay lugar a la
crítica en este párrafo. Es pasarse de listo. En todo caso, los huevos de
dinosaurios son y serán siempre prehistóricos, porque es obvio que es
inequívocamente prehistórico todo cuanto existió antes de la historia del
hombre.
* * *
García Márquez: «El mundo era tan
reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que
señalarlas con el dedo».
Vallejo: ¿no se te hace que se te fue un poquito la mano
con eso de que muchas cosas carecían de nombre y que para mencionarlas había
que señalarlas con el dedo?
Nota: Vallejo manipula aquí al receptor de su crítica y trata de
literalizar otra vez el texto. Cierto que quizá hubiese sido más acertado
escribir “…y para referirse a ellas había que señalarlas con el dedo”… pero
bueno, ya sabemos que este texto es literatura muy creativa y muy flexible. Y
sí, que si señalas con el dedo porque no sabes mencionar una cosa se supone
que, aun así, no la puedes mencionar sino sólo señalarla… pero apostaría a que
esta parte está escrita adrede y denota mucho la descomplicación colombiana
(tan de mi conocimiento y admiración). Tampoco creo que mencionar, aquí, tenga
la misma connotación que, literalmente, el verbo mencionar. Quizá faltaría
poner la palabra entre comillas, o algo así… pero, apuntillarlo como error
literario, ya digo, está fuera de la enorme flexibilidad que puede permitirse
este tipo de literatura.
* * *
Y bueno, hasta aquí lo literariamente relevante de este caso. Lo que sigue,
del argumento de Vallejo, son juegos fáciles de palabras y alguna crítica al
izquierdismo yo diría que revolucionario de los ideales políticos de
García-Márquez (que, reitero, no tienen relevancia aquí).
Mi conclusión es que, para trabajar el texto ajeno, hay que tener detrás
una solidez argumental. De no ser así se caerá en la misma mediocridad que
estamos intentando desmerecer. Hasta ahora, en este blog, he dado mi opinión
como lector… usando mis herramientas de escritor, y ya he explicado los motivos
de por qué se corrigen/sugieren mejoras a primeros capítulos de grandes obras
de calle. He dado mis impresiones como “cliente” y he tratado de compartir lo
que creo que es más correcto para la letra. Conozco mis debilidades y jamás
debería ser yo quien corrigiese mis textos (me encantaría que de eso se
encargasen otros, porque es una lata hacerlo y, además, no tengo aptitudes para
hacerlo), pero, desde luego, se me caería la cara de vergüenza si tuviese que
hacerme oír (leer) a través de una pataleta de esta magnitud.